Es pues necesario que la persona,
libre de todo apego, inquietud o distracción, interior y exterior, unifique sus
facultades dirigiéndolas a Dios para acoger su presencia en la alegría de la
adoración y la alabanza.
La contemplación llega a ser la
bienaventuranza de los puros de corazón (Mt 5, 8). El corazón puro es el
espejo límpido de la interioridad de la persona, purificada y unificada en el
amor, en cuyo interior se refleja la imagen de Dios que allí mora; es como
un cristal terso, que iluminado por la luz de Dios emana su mismo esplendor.
VERBI SPONSA, Instrucción sobre la clausura de las Monjas, 5.
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